
Meditación - 2021 septiembre 8
(Lectura de la Biblia en tres años: Isaías 51, 1 Tesalonicenses 2:1–6)
EL SEÑOR ES TODO LO QUE TENGO. ¡EN ÉL ESPERARÉ!
Pero algo más me viene a la memoria, lo cual me llena de esperanza: El gran amor del Señor nunca se acaba, y su compasión jamás se agota. Cada mañana se renuevan sus bondades; ¡muy grande es su fidelidad! Por tanto, digo: «El Señor es todo lo que tengo. ¡En él esperaré!»
Lamentaciones 3:21–24
La gran mayoría de los seres vivos de nuestro planeta nacen dotados con un mínimo de información que les permite sobrevivir desde su primer día. Aunque nacemos con conocimientos limitados que nos ayudan para sobrevivir en medio de las adversidades, venimos a este mundo con la conciencia de la existencia de Dios y de que nosotros somos pecadores merecedores del castigo eterno. Ese limitado conocimiento lógicamente nos lleva a la conclusión de que estamos bajo la ira divina y que de no ser resuelto ahora tendremos que padecer las consecuencias. Esta situación mueve a muchos a desarrollar actos y estrategias que pueda calmar la ira divina.
Lastimosamente todo eso no sirve para nada pues se lo realiza con el propósito de agradar a un dios que no existe. Pues el dios imaginario de la humanidad en general exige que merezcamos su perdón. Pero la Palabra de Dios dice: «Misericordioso y clemente es Jehová; lento para la ira y grande en misericordia. […] No ha hecho con nosotros conforme a nuestras maldades ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados» (Salmos 103:8,10, RV1995). Es verdad, aunque merecemos toda la ira de Dios a causa de nuestros pecados y de nuestra maldad; él, en su misericordia, nos da el perdón por los méritos de su Hijo Jesucristo. Sin esa misericordia, hoy estaríamos ardiendo en el infierno eterno.
Por su misericordia Dios envió a su unigénito, el Señor Jesucristo, para que podamos ser salvos. Puesto que la justicia de Dios tenía que ser satisfecha fue necesario que Jesucristo asumiera la naturaleza humana para ser nuestro sustituto. Él obedeció activa y perfectamente toda la ley de Dios, en lugar de nosotros que no podemos obedecerla perfectamente como lo demanda la santidad divina. Puesto que hemos pecado, es justo que padezcamos por la eternidad el castigo que merecemos en el infierno. Pero Cristo, como nuestro sustituto, recibió en la cruz el castigo por los pecados de cada ser humano, para que todos puedan tener acceso gratuito a la vida eterna. Por tanto, digo: «El Señor es todo lo que tengo. ¡En él esperaré!»
Oración:
Señor, confieso que he pecado mucho en mis pensamientos, y también por lo malo que hice y por lo bueno que no hice; y que por eso merezco toda tu ira, el castigo eterno. Te doy gracias porque Jesucristo fue mi sustituto, tanto al obedecer perfectamente en lugar mío, como al morir para el perdón de mis pecados. Todo el mérito es absolutamente tuyo. Amén.
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