
Meditación - 2020 marzo 30
Meditación - 2020 marzo 30
(Lectura de la Biblia en tres años: 1 Samuel 3, Lucas 16:16–18)
EL LLAMAMIENTO DE SAMUEL
Samuel, que todavía era joven, servía al Señor bajo el cuidado de Elí. En esos tiempos no era común oír palabra del Señor, ni eran frecuentes las visiones.
—1 Samuel 3:1
El profesor John R. Mittelstaedt, comentando el texto de la meditación de hoy nos refiere la siguiente anécdota: «Cuando Martín Lutero era un joven estudiante de la Universidad de Erfut, encontró un ejemplar de las Sagradas Escrituras en la biblioteca de ese centro y, al hojear sus páginas, se detuvo con gran interés en la lectura que acabamos de citar. ¡Cuánto hubiera deseado ser Samuel y haber podido oír la voz de Dios! Sin embargo, su gran descubrimiento fue hallar que en las páginas de la Biblia Dios nos habla a nosotros, tal como una vez le habló a Samuel»
No necesitamos una visión no un sueño, o la misma voz divina audible para escuchar al Señor pues Él nos ha hablado en su palabra. La Biblia es toda la palabra de Dios que necesitamos y debemos escuchar. Sin embargo, al igual que en los tiempos de Samuel o del reformador Martin Lutero, las personas menosprecian la palabra de Dios y los medios de gracia. Mientras unos ocupan todo el día del Señor en practicar deporte, pasear, disfrutar juegos y películas o simplemente dedicados al ocio olvidándose que el verdadero reposo lo da el evangelio, otros que sí optan por reunirse con la iglesia solo están presentes físicamente pero ausentes mentalmente, pues no prestan atención a la palabra de Dios. Tales formas de menosprecio por la palabra nacen en nuestra naturaleza pecaminosa. Por ese pecado somos merecedores de toda la ira de Dios. Pero Cristo nos salvó del castigo eterno escuchando con diligencia la palabra de Dios y recibiendo, en la cruz, el castigo que merecemos por este pecado. En gratitud vamos a querer apreciar la palabra de Dios escuchándola atentamente con gusto, aprendiéndola con devoción y poniéndola en práctica con diligencia.
Oración:
Señor, confieso que no he apreciado perfectamente tu palabra. Suplico tu perdón. Reconozco que, por el poder de tu palabra, el Espíritu Santo me ha llamado mediante el evangelio, me ha iluminado con sus dones, me ha santificado y guardado en la fe verdadera. De la misma manera llama, congrega, ilumina y santifica a toda la iglesia cristiana en la tierra, y en Jesucristo la conserva en la verdadera fe. En esta iglesia cristiana diaria y completamente él me perdona a mí y a todos los creyentes todos los pecados. Y en el último día me resucitará a mí y a todos los muertos. Y nos dará vida eterna a mí y a todos los que creen en Cristo. Esto es ciertamente la verdad. Amén.
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